Historias ChuncanasVilla Dolores

El pan casero

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«Pepe» Miranda, dolorense radicado en la ciudad de Córdoba, comparte en este relato, las vivencias de entrañables vecinos de la Villa Dolores de calles de tierra.


Cuando niño, íbamos con mi padre, hermanas y algunos vecinos de nuestra edad a juntar algarrobas y piquillines a las orillas del camino que lleva a Altautina, una aldea serrana que era mucho más importante de lo que es hoy, castigada por el continuo éxodo de sus jóvenes debido a la falta de trabajo y atraídos por las luces de las ciudades cercanas.

El viejo, chofer de una antiquísima camioneta Chevrolet, se detenía, nos marcaba los árboles a cosechar mientras nosotros sacábamos la lona –que nos protegía del sol– y la extendíamos bajo el árbol que íbamos a depredar, y con largas cañas y palos los “guachapeábamos1 para que los frutos cayeran. Luego recogíamos todo y nos íbamos a otro árbol.

Esa era la parte divertida del paseo, lo bravo era juntar leña para el horno, la cocina económica “Tamet” y también para calentar agua para bañarnos (“Tienen cada idea los viejos…”, decía el Gordo Moreno).

Eso era lo más duro del paseo. Acarreábamos los arbolitos secos hasta el borde del camino y, a veces, unos troncos de gran tamaño que tiraban los vientos o quebraban los rayos en las tormentas eléctricas que eran muy bravas en esa punta de sierra.

No se dan una idea del miedo que teníamos de toparnos con alguna cascabel; esos viborones que de sólo nombrarlos te hacían temblar.

Nunca se nos cruzó ninguna, por suerte; de haber ocurrido, les aseguro que mi viejo se quedaba sin “peones”.

Después… ¡a cargar se ha dicho!

Achicábamos las ramas grandes saltándoles encima y las echábamos a la chata.

Regresábamos cansados y raspados por las espinas, comiendo algarrobas y piquillín y escupiendo las semillas, porque si no, “te tapabas”.

Al día siguiente, desde tempranito, el horno de pan largaba llamaradas por la boca y la tronera y, a la sombra de las últimas parras, mi madre y mi tía Clarinda amasaban en una mesa grande el pan de la semana para todos nosotros, y para alguno que lo necesitara.

Era un trajín que rompía la calma habitual del gran patio.

Mientras la masa leudaba, removían el fuego, tanteaban el techo del horno para encontrar la temperatura ideal, agrandaban el pozo para bajar las brasas, armaban la escoba de jarillas para barrer el horno, que para mí era enorme, y empezaban a armar los bollos de distinto tamaño. Los grandes y alargados, para la comida; los chatitos y con cuatro cortes, para el mate; para tomar la leche eran los corderitos; y para los niños de la casa, unos pedacitos de masa retorcidas y de figuras caprichosas espolvoreadas con azúcar que eran el motivo de batallas fraternales con mis hermanas. La inmediatamente mayor se aprovechaba de su condición para conmigo, y yo, hacía lo mismo con mi hermanita menor.

Les decíamos palomitas, cañoncitos, etc.

Era maravilloso robarles un cañoncito y treparse a la higuera, y comerlo burlándose, pero había que bajar y eso era doloroso.

Amo y disfruto del sabor del pan casero, será tal vez porque me representa la cara morena de mi madre enrojecida por el trabajo, y su cabeza cubierta por un gran pedazo de trapo blanco –al que sujetaba mordiéndolo– para protegerse de la temperatura bajo el implacable sol de Traslasierra en el verano, o el crujiente piso helado en aquellos inviernos que ya no se ven.

Me recuerda también a mi padre que cortaba las rodajas contra su pecho con una enorme cuchilla y, clavándolas en la punta, las entregaba a cada uno de nosotros.

Era como un ritual antes de empezar a comer, y si después querías más, ya te lo podía dar cualquiera.

Esta es una herida de nostalgia, y, como verán… sangra.


1
= Golpear y agitar con los pies