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El Vuelo (Cuento corto)

Por Javier del Corro Tort


Fortunato, el carpintero armador, volvió a su humilde casita del Barrio Obrero esa tarde, con un dolor en el pecho y una sensación de angustia que no lograba dejar atrás. Dejarla. Dejarla en la obra en ese decimocuarto piso donde rato antes un amigo, atento y solidario, había evitado la tragedia. En el último instante Salvador – su compañero de andamio- lo había agarrado con sus largos y fuertes brazos, lo había aferrado contra su pecho logrando que ambos cayeran en la parte interior del piso en construcción. El abismo…y la muerte, pasaron una vez más rozando sus vidas.

Esta vez el tren oscuro del destino pasó de largo. Ese mismo tren que días antes se había llevado a dos compañeros.

La obra, paralizada durante el tiempo imprescindible, por las formalidades legales y por cuestiones humanitarias, continuó al día siguiente por razones técnicas, financieras y operativas, etc.,etc.

Fortunato volvía cansado y cargado de años, callos y añoranzas a su hogar. A esa casita de plan sin terminar, donde tenía arrinconados sus sueños y sus simples cosas. Y donde junto a Juana, su compañera, amasaban cada día el destino y la aventura de vivir.

Esa tarde en el andamio la armonía entre el hombre y el mundo se había quebrado. El abismo, una vez más intentó atraerlo. Una vez más el equilibrio y la barrera de seguridad, le daban una última advertencia.

Encontró a Juana, su amor, atareada pero feliz, con un beso y un mate que acariciaron su cuerpo y su alma. Como siempre, recordó esa tarde solo las banalidades de la jornada laboral. Algún chiste nuevo que contó el gracioso de la cuadrilla, el avance de la obra y la demora del colectivo abarrotado de obreros y empleados.

Al acostarse, antes de dormir, aburrió una vez más a Juana con el cuento del vuelo. Mejor dicho, con el sueño del vuelo. Ese sueño que hacía muchos años que no volvía, como antes, recurrentemente a distraerlo de la antigua rutina. A llevarlo, como esa primera vez, cuando era niño, a ver desde arriba, desde lo más alto, el ranchito de sus padres, los corrales, los montes de algarrobos y chañares, como si fuera un pájaro nocturno planeando suavemente y con los ojos muy abiertos, asombrados.

Dormite ya viejo, que mañana no te vas a poder levantar.

Como todas las noches Fortunato se durmió primero y a Juana – aunque acostumbrada a los ronquidos de su marido – le costó conciliar el sueño.

Esa noche para Fortunato sería inolvidable. Volvió a tener el sueño del vuelo. Pero esta vez fue especial. Soñó que él era un pájaro carpintero que en el andamio, con equilibrio perfecto, trabajaba cantando y disfrutaba, sin ningún temor, del paisaje abismal de la ciudad. Repentinamente, el pájaro comenzaba a volar. Lentamente se alejaba del andamio, de su compañero Salvador, de los demás muchachos, y se alejaba planeando sobre la gran maqueta atestada de hormigas y autitos chocadores, como jugando. Como cuando era niño. Volaba cada vez más lejos, hacia los barrios pobres, bordeando los suburbios, más allá de los puentes, más allá del río y los canales de riego. Por encima de los eucaliptos y alamedas, donde se pierden las quintas y las chacras y aparecen- como en un cuento – el paisaje de la infancia.

Las sierritas bajas con sus montes y aguadas, las bandadas de tordos y los zorzales cantores. Y detrás de la loma –en un claro del algarrobal – un ranchito abandonado. Unas pircas derrumbadas donde alguna vez hubo cabras. Un corral vació y un palenque solitario. Debajo de un alero –entre dos viejas sillas de caña- se oxidaba el antiguo brasero de sus padres. Y en el patio de tierra, un caballo de palo esperando a su dueño…

La claridad primera y el trino del zorzal despertaron a Juana. Inútilmente intentó que Fortunato se levantara para volver a subir a los andamios…el pájaro carpintero continuó soñando…y volando.

Fin