Sociedad

Hoy volví comer una mandarina sentado en el cordón de la vereda

Por Sergio Coria

Volví al cordón de la calle Córdoba 167 (actual Román Basail) a comer una mandarina al calor del sol siestero del invierno.

Y volví a sentarme en el cordón, en la desembocadura del pasillo que era como un largo y angosto zaguán sin techo, con pisos de lajas.

Me senté en ese cordón, bajo los naranjos, al lado de la puerta de la Tía Lila,allí donde tomaban fresco el Nalo y Durbal, en la sombra en donde Toto estacionaba el Jeep y mi viejo el Bergantín. Justo al frente de la casa los Miranda que se levantaba tras un viejo paredón. Miré medio cruzado hacia la casa de Don Ponce y no pude evitar, escuchar en mi memoria, el bullicio de los chicos de la calle Córdoba: las chicas Calderón, de la esquina, los Ponce, los Merlo, las chicas Ortíz, los Miranda, los Asís, los Cuesta, las otras chicas Ortíz, (las de la «Mamá Chicha»), los y las Damilano, los Manzanares, los Martín, y allá al norte, antes de llegar a la bajada del río, los Cruceños, los Apellaniz, los Aldeco

Eran épocas de escasos televisores y la casa en donde había uno, terminaba siendo el punto de concentración de una multitud infantil con ojos desorbitados ante la sorpresa de esos viejitos en blanco y negro que hacían las delicias de las horas vespertinas dentro de caja de madera lustrosa.

Éramos un montón… y ni hablar de las fiestas de cumpleaños… No era necesario ni tarjetas de invitación ni pelotero y mucho menos castillos. A la nochecita, cuando terminaba la fiesta la calle se iba oscureciendo, porque sólo había un foco cada media cuadra, y la frondosidad de algunos paraísos sombreaban las veredas. Sin embargo en el almacén de «lo Merlo«, se llenaba de clientes que hacían sus compras de la semana mientras sus caballos y sulkis esperaban en la calle, ordenadamente estacionados, siempre y cuando no se hubiesen desprendido las maneas de algún equino.

Don Tomás y Don Santiago, los dueños y despachantes del almacén, envolvían el azúcar, los fideos, el arroz y otros productos, con el papel de las bolsas de azúcar. Pliegos marrones y gruesos se tornaban en prolijos envoltorios luego de una especie de repulgue que le hacían y que hasta el día de hoy me provoca admiración.

Eran tiempo de jugar en la calle sin peligro ni temor, en donde al «bullying» le decíamos «cargada» y había que aguantárselas «porque el que se enojaba: perdía».

Había noches que la barra nos juntábamos en la esquina de la calle Chile, frente al Tata Morales, bajo el farol a contar anécdotas, mentiras y planificar travesuras. A veces cuando volvía a mi casa lo veía al Rulo Lucero que también regresaba del Comercial, impecable con su peinado a la gomina tirado hacia atrás y su blazer oscuro.

Había una tiempo para cada juego. Setiembre el tiempo de los barriletes, y otros tiempos para los autitos con masilla y ruedas de «penicilina«, los carting de rulemanes, las figuritas, los trompos, las bolitas, Sin embargo siempre era tiempo para las «cabecitas» con la «Pulpo N° 2«, seguramente comprada en «lo Merlo«. Mis hermanas y sus amigas también jugaban por temporadas a la piola, al tejo, al elástico y a la payana… pero siempre a «las visitas».

Tiempos cuando Doña Albina, cada vez que hacía tortas fritas, le llevaba a mi madre, algunas en un platito de loza y aprovechaban para hablar de sus cosas (casi siempre en voz baja como cuchichiando) y cuando Don Prudencio entraba cantando por el pasillo, vociferando que había «agarrado» las tres cifras a la cabeza por la Montevideo, en la clandestina, la única quiniela que existía.

Tiempos donde el carnaval se celebraba en medio de la calle con baldes, fuentones, palanganas, hervidores, jarros o tarros vacíos de durazno al natural, pomos, etc.. Se jugaba sin horario y sin edad.

Hoy volví al lugar donde la vida era feliz. Y extrañé el paso del «Pasiano«, que se enojaba cuando le gritaba «Rompecadenaaas…», la risita del «Nico«, con su sombrero y sus cartones, los rezongos de la Camila (tranco e´ pavo) y las gracias del siempre histriónico «Santo Domingo«.

Ya no estaban los taconeos perfumados de «Las Catitas» que vívían al lado, ni el sitio Cohén donde armabamos las fogatas de «San Pedro y San Pablo«.

Me debía esta foto…: la del libro y las mandarinas. Esas que compartíamos con el Baby mientras me leía las cartas que Perón, (el Pocho, como él le decía) escribía desde el exilio a su «juventud maravillosa«.

El Baby leía como si estuviera en una tribuna hablándole a la multitud, y cuando en la alocución aparecía alguna arenga él levantaba su mano y entonces yo, con mis ocho o nueve años, le hacía la ovación y los aplausos de la multitud imaginaria.

Por eso esta foto tiene dos mandarinas… Una es mía… la otra del Baby.

(texto extraído de su muro de Facebook)