Historias ChuncanasVilla Dolores

La vida en mi barrio

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«Pepe» Miranda, dolorense radicado en la ciudad de Córdoba, comparte en este relato, las vivencias de entrañables vecinos de la Villa Dolores de calles de tierra.


Vivir en nuestro barrio era un privilegio. Dos cuadras al sur, la Plaza Mitre, pasabas la plaza y estaba el Cine Español (La Piojera) a donde íbamos en barra todos los chicos de la cuadra a ver los “episodios”  Fu Manchú, Tom Mix  y las de indios, porque a las de amor las daban en el Ocean, y a nosotros nos gustaba gritar, silbar o zapatear cuando se cortaba la película, y gritar «¡¡¡SONORA!!!» cuando se quedaba sin audio.

Desde la calle Chile y Arzobispo Castellanos hacia las sierras dos cuadras, la Placita Blanca que tenía, en la entrada que da a nuestra calle, dos hamacas altísimas, y había que hamacarse muy fuerte para tocar los pinos con los pies (los que íbamos siempre a la placita sabíamos lo que era ese desafío). Cruzando la calle al norte, el río («El Reino de los Sauces»), donde éramos todos reyes… y también todos indios.

Había un «cardumen» de chicos: los Córdoba (el 13 de Infantería, les  decíamos, porque eran un montón), los Romero, los Villarreal, los Olmedo, el «Pata de Fierro» que se llamaba Ernesto y su hermano el «Cachila«, el «Gordo» Moreno, el Hugo Bustos, «Pochito» Merlo, «Cacho» Apellaniz, Eduardo Muñoz, «Macoco» Cáceres, Roque Ferreyra, el “MarlajePereyra y sus hermanos, los Flores (el «Chonchaco«), el «Ponti» Hualpa

Cómo seríamos de giles que en esa época no las dejábamos jugar a las chicas, que eran tanto o más que nosotros… Bueno, tan giles, no, porque a la noche jugábamos a las escondidas y allí sí participaban.

¿Saben qué? Teníamos un túnel secreto. Era el conducto de la acequia que cruzaba la esquina de Chile y Córdoba, entraba por Don Usero y salía en la casa de Macoco, había que ser muuuuy macho para pasar por allí. Mi excusa era:  «Yo no cruzo porque Doña Laura se enoja» (la mamá de Macoco) y los dos o tres que lo hicieron me decían: «Óilo al mentiroso«.

¡Los partidazos de fútbol en la calle! Se armaban en un minuto y terminaban cuando las madres llamaban adentro.

Yo era más de los autitos y Macoco, también. Así es que nos metíamos al taller de mi viejo y hacíamos autos de chapa y madera. Los laterales eran de madera de cajón de manzanas cortado con la forma, y abriendo una lata de duraznos al natural la íbamos clavando con tachuelas y clavos hasta darles forma. ¿Las ruedas? Ingenio puro; las latitas de picadillo que se abrían con la llavecita. Se separaba una parte fina y una ancha, las finitas se abollaban y se las metíamos dentro de las anchas y quedaban unas “patonas” que ni te cuento. Una vez unidas, cortábamos anillos de cámaras de bicicleta y esas eran las cubiertas. Mi viejo dejaba su trabajo para hacernos el centrado agujerito donde uniríamos las rueditas al eje.

Todos los “insumos” los sacábamos de las bajadas al río donde se tiraba la basura que el camión de la muni no levantaba. Si no sacabas la basura a tiempo para que se la lleven, te decían: «Andá a tirar el tarro a la bajada de Don Arnobio y chau…«. Hoy, para suerte del sufrido planeta Tierra, cualquier  niño te denuncia por semejante atropello, y nosotros no teníamos la más leve idea de preservar.

¿Y para los cumpleaños? Un dudoso chocolate y torta en el invierno, y en verano, galletitas de animalitos y Granadina, y a jugar como si no lo hiciéramos nunca.

ERA OBLIGATORIO SER FELIZ..!!!, a pesar de las burlas cuando estabas de “penitencia”, o cuando traías la libreta medio flojita  y se oía «¡Este domingo para usté no hay cine, mocito!«. Si llorabas delante de los viejos, ellos te decían: «La culpa es suya, y calladito la boca se me va al gallinero y junta los huevos, ¡y por cada huevo roto, un cintazo!» Cuando terminaba, agarraba la honda y me iba a tirarle a las palomas o me subía al techo del taller y como ahí nadie me encontraba, bajaba y me disparaba a la calle por la casa del tío Pibe. Aunque fuera un ratito, volvía y cobraba. A los viejos no se les escapaba nada.

A las 5 de la tarde, escuchábamos: “Tarzannn, Reyyy de la Selvaaa.!!!”, auspiciado por Toddy, «el mejor cacao» y Kero, “¡Pan con Kero es pan comido!” (con los años, a algunas niñas del pueblo las apodaban así). También nos alcanzó la tecnología, fue cuando aparecieron los autitos plásticos que rellenábamos con masilla y les poníamos ruedas de tapas de frascos de penicilina que eran de goma. Para nosotros, eran unos «Fórmula 1«. ¡Qué carrerones  que se armaban y qué tramposos que éramos!

Qué ahí, si yo te pasé pero se volvió porque estaba en el bordito

-Salga de ai mequerejodé

-Entoce tiro de nuevo…  -y ahí se armaba la podrida que duraba hasta que los otros querían tirar o te dejaban atrás.

¿Y cuando pasaban los aviones tirando propaganda?…  ¡Eso era mágico!…Llovían papelitos de Casa Colombo, del «Circo Hermanitas Gauna«, «Vote a Juan Manubens Calvet«, etc… y salíamos gritando: «¡Tire boletines!» ¡Al avión le gritábamos..! Corríamos por la calle empujándonos para agarrar la mayor cantidad posible y los llevábamos a casa llenos de tierra, y la vieja: «¡Chicooo! Tire esa porquería que recién termino de barrer y me estás regando con esa mugre toda la galería!«. Y si te demorabas, te apuraban con un escobazo que te hacía sentir la frustración de tu pequeña alegría.

También tuvimos una época triste, fue cuando apareció «La Polio«(poliomielitis), y varios chicos la contrajeron. El antídoto fue la fe: un santo colgando del cuello y una pastilla de alcanfor. Y ahí andaba el chiquerio oliendo a Vick Vaporub.

También por la calle de casa pasaban los arreos de vacas que iban al Ferro Carril. ¿Y los julepes que te hacían pasar si se metía alguna en el taller del viejo por no cerrar el portón a tiempo? Los arrieros entraban con sus caballos y las sacaban a latigazos y las caras de esos hombres llenos de tierra te parecían crueles y fieras.

Las Navidades y los carnavales eran pura fiesta. Después de jugar toooda la tarde, un bañito y al corso en la plaza. Inflábamos trozos de cámaras de bici a los que cerrábamos una punta, y la otra, un corcho con un cañito al medio. Las cargábamos en la canilla hasta inflarlas y al sacarle el dedo de la punta, mojabas hasta las viejas del palco en la entrada del Pasaje Central.

¡Qué buena infancia nos dio Villa Dolores! ¡Cuántas cosas sencillas pero maravillosas que nos hizo vivir!

Y nuestro barrio, Alberdi, fue el más bello, el más amistoso, el mejor… Seguramente, igual al tuyo.

Por eso digo que vivir en mi barrio fue un privilegio.

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