Historias Chuncanas

Me lo contó el Gringo Antonio

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«Pepe» Miranda, dolorense radicado en la ciudad de Córdoba, nos acerca en este relato a las vivencias del «Gringo Antonio» en la Villa Dolores de mediados del siglo XX


Se tocó otra vez la plata en el bolsillo y no lo podía creer, “¡Me pagó todo! Las dos semanas que me debía y la changa del mármol, ¡todo! ‘Antonio…!’, me llamó, ‘esto es lo tuyo’, dijo. Yo recibí el atadito y le agradecí,

– ¡Qué! -gruñó- ¿No lo vas a contar?

–Y ha “destar” bien, patrón.

–Fijate, así después no me andás mirando con ojos de cordero “degollao” cada vez que nos crucemos.

Empecé a contar y a sudar al mismo tiempo. Tanto de la otra semana… tanto de ésta… y la changa del mármol grabado, que yo ni lo contaba. Junté las herramientas en el morral de cuero que traje de San Luis cuando trabajaba en una mina de berilo que quedaba por Concarán o por ahí cerca, para el tiempo de la guerra en la Europa, y te daban puntas, mazas y cortafierros que eran de lujo, y en vez de tomar el Sa-Sá de Don Valero, que no venía, acomodé los fierros, me bajé el chambergo, y le metí a patacón por cuadra. En El Darío me compré dos Fontanares 12, total… ¡andaba dulce! un Villagran nº 1, dos libritos de papel Ombú y un “fóforo” Ranchera de los grandes y encaré para lo de Cleto.

A mitá ‘e cuadra me volví, crucé la plaza, entré en lo de Regino Rodríguez, al lao de la terminal, comí algo, me tomé otra “güelta” y fui al Rigoleto Leaniz que me haga pelo y barba. El hombre me miró dos veces, le mostré la plata y me dice: “Ta bien, Gringo. Sentate…”. Al rato salí pituquito pa’ las casa.

Quiso la mala suerte que me lo hallara a la “Vieja” Leyría, que era pintor, albañil y referí de “fulbo” y, por eso, donde fuera lo puteaban, le ofertaban trompadas, y yo con unos vinos, le dije que lo invitaba a tomar algo. Agarró viaje y pasando la bodega Salagre como dos cuadras, paramos en Don Rosales, un juntadero de manyines que había en el bajo cerca de los Tres Puentes.

De bien estar, se arrima un petizo negro que trabajaba en el matadero y lo surtió a la “Vieja” con un chirlo a mano abierta, y este otro pegó un salto y le partió la “boteya” vacía en la cabeza.

Yo me paro pa’ separar y ligué una que me sentó de nuevo. Los otros tres que estaban con el “dormido” lo sacaron a la “Vieja” a los pechones a la calle, y cuando le empezaron a dar, se bajó un sodero de lo Yunen de la jardinera y con el látigo les sacó las ganas de “peliar”. Cuando entraron al boliche, levantaron al petizo y apareció la dueña de casa, les cobró y les tiró los bagallos a la calle.

–¡Y se me van de acá! ¡Qué se están creyendo, salvajes de mierda!

–¡Eh, doña..!

–¡Qué doña ni qué tanto! ¡Se me mandan a mudar ya, antes que los saque yo!

Y ahí salieron los guapos con la cola entre las piernas. Con doña Emilce no se jode, porque es más brava que un “camuatí apaleao”.

–¡Rosale’…! ¡Traé un trapo limpio pa’ curarle la jeta a este otro infeliz que ligó de arriba!

Me limpió, me puso belladona en el cachete. –Así no se le hincha –dijo, y empezó a conversar, que para qué se junta con esa gente jodida que no trabaja y anda chupando de arriba– ¡Cómo no se busca una mujer buena que hay a montones y se deja de andar hecho una mugre, con la ropa rota! –y siguió, que la barba fiera, la cabeza como canasto que se cayó del carro…

–¿Y de dónde sale gringo usté? Porque tiene cuero de indio, pelo y ojo de gringo, pero habla como criollo, de otro lao, pero criollo… Traéle otro vino a él y uno para mí, con poca soda –le grita al del bar.

Ahí fue que le conté lo poco que sabía de mi vida, empezando por que yo siempre anduve con mi hermano, que me decía Antonio y “quel apeído” era una sopa de letras que no se podía leer ni escribir. Y tampoco sabíamos leer ni escribir, así que…

Le conté también que habíamos venido de Misiones a trabajar en una mina de San Luis. Y como yo era chico me ocuparon para acarrear agua a los mineros dentro del socavón. ¡Qué miedo pase los primeros días! Porque adentro los ruidos retumban, y de bien que vas, te cae arenita en la cabeza. Y cuando venía subiendo el tren de zorras, parecía que se derrumbaba todo. Los mineros para divertirse te hacían pegar unos cagazos bárbaros: “Tenga esto, Gringo” –te decían–, y te daban un coso largo. ¡Era un cartucho de dinamita prendido! Yo no le daba bola, pero cuando vi la primera explosión, me mostraban un cartucho y salía corriendo como si me siguiera el diablo.

¡Cómo se enojó cuando le conté que los dueños de la mina un mes le vendían a los alemanes y otro mes a los ingleses, que estaban en guerra entre ellos. –¡Capaz que hayan sido gitanos los dueños! –decía– ¡Porque esos herejes son capaces de cagar encima de la mano de su madre, que les da de comer! –y se ponía a insultar hasta que le salía fuego de los ojos.

–¡Rosale’…! Traé otra güelta, ¡qué mierda! –gritó dándose vuelta para mirar dónde estaba Rosales, y siguió con las preguntas–. Bueno… ¿y ahora qué va a hacer?

–Me voy a ir pa’ Las Encrucijadas

–¡¿No te digo yo?! Una lo salva de que lo hagan cagar y el mozo se va pa’ que lo soben las putas. ¡Rosale’..! Traéle un poco desa eau de cologne que te regaló tu hermana, pa’ que se ponga este infeliz, que tiene más olor a corral que a cristiano y se va de visita a la Ñata Castelar.

Y después me siguió retando:

–Y usté, me deja esos fierros y la mitá de la plata que se la vamos a cuidar, porque allá lo van a pelar como una cebolla.

¡No fuera joven yo…!