Relatos Chuncanos

Traslasierra: mi patria

Por: Pablo Anadón

Siempre demoro la hora de partir, porque me apena la despedida, ese momento de ver a mis padres saludando en la entrada de la casa (si es triste partir, siempre es más triste quedarse). Salí de Villa Dolores a las cinco y media de la tarde, con sol y cielo azul, pero ya veía al fondo de las calles la montaña con una corona de nubarrones grises: “Que lo parió ―me dije―, otra vez me tocará viaje con niebla”. Mientras ascendía, a unos pocos kilómetros, ya a la altura de Los Hornillos, el cielo estaba encapotado y ni rastros del sol. Iba escuchando la radio más extraña y divertida que conozco, Radio Triak (o algo así), que emite desde el Valle de Traslasierra, pero que, evidentemente, por el estilo de su humor (un ingenio muy porteño), cuenta con redactores de Buenos Aires, probablemente de la localidad de Hurlingham, que es mencionada a menudo. Sus anuncios publicitarios son piezas maestras, de inusitada extensión, y sus proclamas radiales muchas veces también están hechas con gracia y originalidad, por ejemplo, ésta que ahora recuerdo, aunque no es de las mejores: “Radio Triak es muy variada en su programación: por la mañana, música clásica; por la tarde, música muy clásica; por la noche, música superclásica Radio Triak, ¡una radio clásica!” El clasicismo de la radio, sin embargo, consiste en canciones de rock & roll, en general, bien elegidas. En fin, iba escuchando a estos locos porteños y una tanda de rock nacional (su música me gustaba tanto como me disgustaban las letras) cuando inicié la subida de las Altas Cumbres. A poco andar, di con una fila de coches detrás de una camioneta que iba a velocidad de carreta; lamentablemente, hay un larguísimo trayecto con doble línea amarilla y escasa visibilidad, salvo en un tramo con buena visibilidad, pero doble línea, en cercanías de Niña Paula, donde suele haber un puesto de la policía caminera esperando a los incautos impacientes que desconocen tal costumbre: cuando nos acercábamos, vi que varios autos sobrepasaban a la camioneta, casi en las narices de la caminera, que los esperaba en un recodo… Increíblemente, no detuvieron a los infractores, lo cual, culpablemente, casi me decepcionó (si yo hubiera pasado, pensé, seguro que me ponían la multa). Seguí subiendo, luego de superar a la fila de coches, y comenzaron a aparecer los malditos bancos de niebla. Cosa extraña, estaban a tal altura, justo por encima del techo, que no estorbaban. Ya me felicitaba, esta vez, por mi suerte, cuando de pronto me encontré en medio de una bruma tan baja y tan espesa, que apenas se lograban ver las líneas blancas a un costado de la ruta, prácticamente cuando uno ya las tenía a un paso: era como ir tanteando el camino, casi adivinándolo, con el haz de los faros, que la niebla refractaba. Es una sensación espantosa, sobre todo porque uno sabe lo que hay a los lados: precipicios de una profundidad mortal. Luego de un interminable recorrido a través de esta blancura infernal, qué felicidad cuando, de un instante al otro, desapareció la bruma y el asfalto se abrió delante de las luces con una nitidez tan placentera cuanto angustiante había sido la ceguera anterior. Me dije, una vez más: “Nunca más salgo tan tarde en esta época del año”. Llegué a las ocho de la noche a Córdoba, en cuya entrada el habitual embotellamiento de los domingos me demoró media hora más y me recordó, como otras veces, el magistral relato de Cortázar, “Autopista del Sur”, que además viene al caso, porque es la entrada por el sur de la ciudad, a tiempo para conversar un rato con mi novia ―ella tiene horarios humanos de sueño― y buscar a mi hija menor a la parada de ómnibus ―parece que hay una ola de secuestros de chicas en Córdoba―: desde hace unos días la tengo de vecina, a una cuadra de mi casa, cosa que me hace feliz. Ahora repaso el viaje, y rescato dos instantes: la visión, al pasar, de un gran árbol de hojas verde claro y amarillas, y un retazo de sol atardecido entre las nubes, sobre el Valle, en el espejo retrovisor… Como hace tiempo, cuando regresé de varios años fuera del país, pienso que, si tuviera que dar un nombre a mi sentimiento de esa palabra esquiva ―patria―, diría sin duda el Valle de Traslasierra.