Historias Chuncanas

Tiempo de gavilanes

Por Juan Horacio Muñoz
Por
Juan H. Muñoz

Considero oportuno aclarar que los hechos, lugares y personajes mencionados en el siguiente relato no han sido modificados para protección de los protagonistas, ya que son bastante grandecitos y pueden defenderse solos.
La narración se ajusta estrictamente a la realidad y cualquier parecido con la ficción es pura coincidencia.

                                                        

En memoria de mi gran amigo y compañero de aventuras, el Negro Plé

Las primaveras de los años sesenta desgranaban una de sus espléndidas noches sobre Villa Dolores, mostrando el cielo limpio y tachonado de estrellas. Una parte del grupo de jóvenes intelectuales de Villa Dolores, recostados sobre el césped de Plaza Mitre frente al Hotel Internacional, discutíamos la fórmula de la teoría de la relatividad, llegando a la conclusión de que era incompatible con la receta de la sangría perfecta. Otros meditaban sobre las causas que llevarían a la necesidad de derogar la ley de la gravedad para, de este modo, proteger y evitar daños en las caídas de los “mamados”, mientras tanto, el flaco “lápiz fallado” –le decían así porque no tenía mina– repasaba de memoria la lección de historia para la prueba del día siguiente, y el Kelo dibujaba en el aire la curvilínea topografía de la chica de sus sueños.

En eso estábamos, cuando por la vereda del kiosco El Gallo, pasaba caminando el “María Luisa” acompañado por una dama. Como no tiene relación con el relato, omitiré la descripción de las frases utilizadas para saludarlo.

De pronto, un bramido surgido de quién sabe qué oscuras cavernas del averno, atronó el espacio. La reacción fue inmediata, algunos saltaron y otros corrieron varios metros.

–Fue bajo tierra –dijo alguien.

–Es un camión descargando piedras –arriesgó otro.

–A esta hora no puede ser un camión descargando piedras –comentó un tercero.

–Fui yo –dijo el Lito–, son mis tripas… Tengo hambre.

–¿Che, y si comemos una gallinas hervidas? –sugirió el Negro Alfredo– Yo las cocino.

–Yo pongo la cocina, en mi casa no hay nadie –ofreció el Pepe, quien en ese tiempo no lucía bigotes.

Recordemos que corrían los años de la ley seca y no teníamos una mísera rupia en nuestros bolsillos.

El Negro Plé me miró y resolvió. –Nosotros ponemos las gallinas. Vamos, Tito –me dijo– ustedes tengan listas dos ollas con agua hirviendo que ya vamos nosotros –y me hizo señas para que lo siguiera.

A esta altura del relato, es necesario recordar que, durante los años sesenta, se puso de moda el comer gallinas tomadas prestadas de algún gallinero descuidado. En esos tiempos, la mayoría de las casas de la ciudad contaba con uno y, aunque su acceso no siempre era fácil, siempre había alguien con la habilidad y astucia suficiente para violar las medidas de seguridad. Ocurrió también en aquellos días que algún grupo de muchachos exageró el tamaño del botín y fueron detenidos por la policía.

En el camino, el Negro Plé me contaba que conocía un gallinero bastante grande, en medio de una manzana y lejos de la vivienda, que no presentaba demasiadas dificultades ni riesgos.

Llegamos frente a una casa que tenía un jardín delantero. Trepamos primero a la verja y desde allí subimos al techo desde donde, ayudados por la luz de la luna, divisamos en la casa de un vecino el gallinero y las desprevenidas aves entregadas a un profundo sueño reparador. Trazamos la ruta de acercamiento y sigilosamente descendimos al patio de la casa. Una pared medianera de más de dos metros de alto y unos treinta de largo nos separaba de las codiciadas plumíferas. Caminamos en silencio junto a la muralla comunicándonos por señas, hasta llegar al lugar elegido.

Junté ambas manos entrecruzando los dedos para que el Negro Plé pusiera un pie en el improvisado estribo, y lo elevé con un fuerte envión para que alcanzara la cima de la pared, con tan mala suerte que, al revolear su pie derecho, el Negro Plé me propinó un tremendo patadón en la mandíbula que salí trastabillando hacia atrás y caí de espaldas sobre un sembrado de plantas de lechuga. Quedé mirando las estrellas que giraban como espectáculo de planetario.

A todo esto, el Negro Plé, ignorando lo sucedido, palpaba las gallináceas buscando las más gorditas y pronto comenzó a tirarlas por encima de la pared. Luego de matarlas, claro, con un certero movimiento de quiebre de cuello, habilidad adquirida quién sabe en qué domésticas tareas.

Terminada la labor, se encontró con la dificultad de no poder trepar nuevamente a la muralla, no encontraba sobre qué subir, entonces, se le ocurrió la idea de tomar impulso y tratar de saltar. Corrió de frente y cuando estaba llegando saltó colocando los pies hacia adelante para evitar golpearse contra los ladrillos. Esto ocasionó que los treinta metros de pared se derrumbaran estrepitosamente, produciendo un ruido fenomenal, acompañado por un fuerte temblor de tierra y una inmensa nube de polvo, similar a la ocasionada con la caída de las torres gemelas.

–¿Qué hacés allí en el suelo? –me dijo– Agarrá las gallinas y rajemos, esto se pondrá fiero

Mientras trataba de correr a los tumbos –estaba muy mareado– traté de explicarle que las gallinas habían quedado bajo los escombros de la pared. Las luces de las casas comenzaron a encenderse cuando llegamos a la calle, así que corrimos hacia la casa de Pepe.

Al llegar, nos encontramos con un panorama preocupante. Nuestros amigos habían vaciado una damajuana con diez litros de vino “Don Victorio” en el fuentón que utilizaban para lavar la ropa y le agregaron el contenido de una botella de ginebra, otra de vermú y una de licor de huevo.

Mientras bebían el mejunje logrado, jugaban una partida de truco imaginario, no tenían cartas.

–¡Truco! –gritó Kelo.boliche truco

–Quiero retruco –contestó de inmediato el flaco “lápiz fallado”.

–Pero qué te pasa, boludo, si vos sos mi compañero –le gritó Kelo.

Eso nos dio una idea del estado en que se encontraban. Llamamos a Pepe, quien trataba de afinar una guitarra, y le explicamos lo de las gallinas, este, también alcoholizado, nos dijo que no nos hiciéramos problemas, comeríamos las dos batarazas que su familia venía engordando para la navidad.

No voy a describir los detalles de la masacre de las gallinas, con herramientas obtenidas en el taller del padre del Pepe, para no impresionar a las almas sensibles.

Pronto, los trozos fueron ingresando en la olla con agua hirviendo.

–No se olviden de ponerle un poco de sal –indicaba Pepe.

En esos momentos, el Negro Alfredo guiñaba uno de sus grandes ojos, haciendo la seña de poseer, entre sus imaginarias cartas, el uno de basto.

–Che que hacés, si al macho de basto lo tengo yo –gritó Lito.

–Está bien, solo me entró una basurita en el ojo –respondió Alfredo.

Pepe, que se había parado, tomó una bolsita de un estante y midió en el hueco de su mano dos importantes porciones de un polvo blanco que agregó a la olla.

–¿Que hacés, estás en pedo? ¡Le acabas de poner azúcar impalpable! –gritó el Negro Plé al dueño de casa.

Quedamos todos helados… ¿Y ahora? ¿Qué hacíamos? ¡Con el hambre que teníamos!

–Ponele mucha sal y veremos qué pasa, yo me lo como igual, no doy más de hambre –dijo Lito.

Llevamos a cabo la sugerencia y media hora después, casi al terminar con el contenido del fuentón, comenzó la comilona.

No recuerdo el sabor que tenía, pero, en menos de lo que canta un gallo, un cementerio de huesos brillantes cubría la mesa.

Terminamos las últimas gotas del aperitivo y nos retiramos a nuestros domicilios, dejando en la casa de Pepe claros vestigios de la reunión.

Cuentan algunos memoriosos que durante varios días el Negro Alfredo tuvo que asilar al Pepe en su casa, tras haber sido expulsado violentamente de su domicilio a la llegada de sus padres.