SociedadVilla Dolores

El temblor, la torre de la iglesia y King Kong

Por Sergio Coria

En la mañana del 23 de noviembre de 1977, me había despertado más temprano que lo habitual, pues mi preocupación estaba centrada en una lección con la que intentaría levantar el promedio para evitar llevarme “Instrucción Cívica” a diciembre.

Mi padre, a modo de estímulo me había prometido que si sacaba una buena nota me daría permiso para ir en moto a Piedra Pintada a bañarme con los amigos.

Ni bien abrí los ojos sentí que los vidrios de la ventana vibraban y mi primera reacción fue de decepción ya que cada vez que había viento los vidrios vibraban. Pero pronto la confusión me ganó pues los álamos del canal que pasa por el fondo de la casa permanecían quietos.

Eran las poco más de las seis y veinte de la mañana, y comenzábamos a sentir el terremoto cuyo epicentro estuvo en la provincia de San Juan.

Desde mi habitación y aun acostado, escuché murmurar a mi padre que preguntaba a mi madre «Gorda… te estas moviendo vos?.. « y cuando ella respondió negativamente y sin esperar el grito de mi padre que anunciaba «¡Temblooor!», me incorporé de la cama y cuando apoye los pies en el piso para levantarme, sentí que ésta se desplazaba, quizá por la inercia de mi maniobra, aunque lo percibí como una dramática señal de la magnitud de lo que íbamos a sentir.

Cuando estaba saliendo la habitación, el Boby, nuestro perro, asumió el rol de guía para sacarnos a un lugar libre de techo.

Mientras todo se movía vi que mi madre ganaba la puerta de unía el comedor con el garaje y que habitualmente era la «entrada de diario». Advertí que ella, en su desesperación giraba la llave en sentido contrario al que requería a circunstancia. Noté además que estaba el auto en garaje y que la salida por allí no sería tan rápida. Mi padre debajo del marco del comedor nos indicaba que hiciéramos lo mismo. Entonces opté por abrir la puerta que da hacia el patio que era mucho más seguro pues no había en el lugar cables del tendido eléctrico de la red pública, ni frondosos árboles de las veredas.

Cuando abrí la puerta mis padres salieron y luego lo hice con el Boby. La imagen era angustiante. Mi madre en camisón, mi padre en calzoncillos abrazados y meciéndose por voluntad de la tierra, de inmediato les pedí que se corrieran porque estaban justo sobre la bóveda del pozo ciego. Entonces se ubicaron debajo de un incipiente parral que no representaba peligro potencial.

Mi hermana Laura estaba estudiando en Córdoba, mi hermana Beatriz había pasado la noche en casa de una amiga vecina que vivía a una cuadra y media pero a 80 metros a vuelo de pájaro.

Vi la casa moverse de un modo aterrador. Pensé en el sacrificio que esta estructura representaba para toda la familia pero especialmente para mi padres. La angustia crecía ante la inminencia de la destrucción que precede al desamparo. Vi el césped ondularse y sorprenderme ante el desplazamiento de cada onda que como ola llegaba hasta mis pies.

Son esos los momentos donde el tiempo parece amainar su inapelable marcha y el desasosiego invade el ser a un ritmo vertiginoso.

Se escuchaban gritos… gritos desesperados de mujeres. Supuse que eran gritos de mi hermana, a quien los temblores la aterran y sus amigas, pero eran los gritos de todas las vecinas.

De pronto un estruendo como si un galpón se hubiese derrumbado, especulé que podría el del corralón de los Senesi que estaba justo en la cuadra anterior a mi casa.

Mi madre sólo susurraba «¡Dios mío!» reiteradamente y de pronto necesitó apartarse de los brazos de su esposo para respirar y apoyó su espalda en la pared de un galponcito. El grito desencajado de mi madre centró la mi atención y la de mi padre seguía meciéndome en calzoncillos con los brazos cruzados. Acudimos de inmediato a socorrerla y nos dijo en medio de un llano ahogado que la pared la había empujado. La impresión fue tanta que durante muchos días quedó con un dolor de pecho que sólo se despejó el día que mi padre la llevó a la ruta, a un lugar deshabitado y por prescripción médica soltó un grito visceral y prolongado que le devolvió la tonicidad muscular relajada que el sismo le había quitado.

Finalmente la altura de las ondas en el césped iba disminuyendo al igual de la cadencia:
Hubo un momento que quietud y alivio ante la certeza que la casa aún seguía en pie. Pronto un par de sacudones y la experiencia de mi padre advirtiéndonos que durante todo el día sentiríamos réplicas.

A medida que nos tranquilizamos retornamos al interior y notamos que no había ningún daño. Mi hermana regresó para constatar nuestros bienestar y dar cuenta del de ella, aunque aún muy impresionada por el violento balanceo del cableado eléctrico de la red pública.

Luego de vestirnos salimos a la vereda a ver si todo estaba igual. Fue el comentario de todos quienes contábamos nuestras vivencias durante el movimiento. Pronto alguien comentó que se había caído la torre de la Parroquia, y mi imaginación me mostró el campanario con su cúpula yacente sobre la calle San Luis, por entonces. Es que la semana anterior había asistido al cine Ocean para ver la promocionada versión de King Kong, protagonizada por una ignota Jéssica Lange. Al final del filme se muestra la caída de Kong abatido por aviones que culmina cuando su cuerpo golpea contra el pavimento de la calle neoyorquina para dar allí su exhalación final ante el llanto inconsolable de la rubia que le había ganado corazón. Y así, de ese mismo modo que gigantesco gorila yacía sobre calle imaginé la torre con el campanario y cúspide tendida, herida de muerte por el interminable sismo. Más luego y ante la suspensión de las clases monté la bici y decidí ir a ver esa penosa escena que mi imaginación había dibujado con tanto detalle. Es que desde esa torre había visto reiteradamente todos los techos del pueblo y entonces me figuraba un lazo afectivo con ella.

Cuando llegué a la plaza me sentí confundido pues la calle estaba despejada. Supe que los que se había desplomado fue sólo la cúspide y que cayo sobre la cancha de basquet del Club Parroquial contiguo al templo, previo azotar el techo de la nave sur. «Ese fue el ruido a chapas de escuché desde mi casa» -deduje.

Todo ese día vagué o vagamos con amigos, por las calles en bicicleta buscando atestiguar la destrucción que afortunadamente no ocurrió. Durante el periplo nos anoticiamos que Caucete, en la provincia de San Juan, había sido el epicentro y que allí la destrucción había sido mucha. Terminamos en un parque de diversiones que ocupaba la esquina que hoy ocupa el Club Defensores del Oeste.

Ese miércoles por la tarde, casi todo el pueblo asistió a la misa que se celebró en la plaza ante los daños sufridos por la estructura de la hoy Basílica Menor.

Fue tanta la cantidad que personas que asistieron a esa celebración que por mucho tiempo ostentó el récord de convocatoria.

Al día siguiente, el jueves era el día que semanalmente se cerraban las apuestas del PRODE. Era el día de la semana que más clientes acudían a la agencia de mi padre y para la familia era una jornada de trabajo conjunta. Esa tarde noche, luego de hacer una larga cola, entró un señor cuyo apellido escapa a mi memoria aunque sé que era vendedor de un prestigiosa marca de café y té. El hombre se alojaba en el Vila Plaza Hotel. Contó que el día anterior se había levantado temprano para recorrer varios pueblos aledaños y mientras se dirigía al desayunador sintió el temblor y vio que el personal buscaba salir a la vereda protegida por un toldo metálico. Entre medio de gritos de desesperación el hombre llegó a la calle justo que al frente, la cúspide la iglesia se desprendía y se desplomaba. Contó que pensó que todo se derrumbaba y envolvió su cabeza con sus brazos esperando el golpe de algún pesado trozo de mampostería. Cuando finalmente decidió asumir una posición más relajada se encontró con la mirada asombrada del personal de hotel.

Siempre me fascinó lo complejo y maravilloso de la mente humana que permite adelantarnos en el tiempo que eventos que quizá nunca sucedan.

Lo que si sucedió fue que al miércoles siguiente me tomaron la lección de «Instrucción Cívica» y la aprobé contra lo que creía era la voluntad del mismísimo Roberto N. Kechician, autor del libro.

Ese miércoles pude finalmente ir en la moto a bañarme a la Piedra Pintada.