La Batalla del Morro
En San José del Morro, emplazado sobre la ruta que une la ciudad de Villa Mercedes (San Luis) con la de Villa Dolores (Córdoba), se produjo en el siglo XIX uno de los acontecimientos militares más importantes de la provincia de San Luis.
Ubicado en el centro de la región que los indios debían cruzar para atacar las poblaciones norteñas, desde 1711 constituía el bastión destinado a contenerlos en sus arremetidas y a cortarles el paso en sus retiradas.
Desde la hora inicial de la conquista ese era el camino abierto por los aborígenes para sus avances sobre los pobladores rurales y los conglomerados urbanos establecidos al norte del Río Quinto, y ese fue el lugar que las vanguardias civilizadoras eligieron para librar sus batallas con los salvajes. Ahí fue donde por primera vez en 1584 Tristán de Tejada batió enérgicamente a los clanes sureños inflingiéndole una sangrienta derrota y fue también ahí donde los legendarios del feroz Yanquetruz destrozaron las milicias de tres provincias, dos siglos y medio más tarde, lo que demuestra cual dilatada fue la contienda entre indios y cristianos en la jurisdicción de San Luis.
En octubre de 1832 los gobiernos de Mendoza, Córdoba y San Luis combinaron sus fuerzas para contener una fuerte invasión de indios que había asolado las estancias ubicadas en los campos de Río Quinto.
En cumplimiento del acuerdo a que habían llegado las tres provincias, el gobernador José Gregorio Calderón salió de San Luis con destino al Morro al frente de 500 hombres de caballería e infantería armados de lanzas, sables, boleadoras y dos cañoncitos.
En el Morro se reunió con los sesenta infantes enviados desde Córdoba al mando del coronel Francisco Reynafé y con el coronel Jorge Velazco que venía de Mendoza conduciendo un convoy de carretas con armas, las que no pudieron llegar a tiempo a causa de la rapidez con que se había producido el avance de los invasores.
El comandante Pablo Lucero que ya se encontraba en el Morro y Calderón, organizaron apresuradamente el frente de batalla con los invasores a la vista. Reynafé con su escuadrón ocupó el ala derecha, sostenida por la infantería y dos piezas de artillería al mando de Velazco y del comandante Patricio Chávez. Las caballerías de Córdoba y San Luis integraron el ala izquierda a las inmediatas órdenes de Lucero, el comandante Pedro Bengolea y los capitanes Pedro Núñez y León Gallardo. La reserva quedó constituida por dos piquetes de caballería al mando del comandante Eufrasio Videla. El combate fue iniciado por Lucero que se lanzó en una rápida y violenta carga, entreverándose con los indios que consiguieron parar el golpe y desorganizar a los atacantes, hiriendo gravemente al comandante Lucero y de no poca consideración a los capitanes Núñez y Gallardo.
Producido el primer choque los indios contraatacaron con tremendo empuje, obligando a las fuerzas regulares a formar cuadro para poder resistirlos y contra ellos se estrellaron infructuosamente hasta que finalmente adoptaron la táctica de retirarse, aparentando que abandonaban el combate.
Transcurridas unas pocas horas los comandantes Videla y Reynafé, cumpliendo órdenes superiores, iniciaron con el grueso de las fuerzas la persecución de los que ellos creían que se retiraban vencidos y escarmentados. Para su desgracia les dieron alcance cinco leguas al sud del Morro, empeñándose en una acción que concluyó en un completo desastre para los perseguidores.
Los indios tomaron la iniciativa atacando a las fuerzas regulares con tan recio empuje que rompieron los cuadros y desorganizando la infantería, acuchillaron bárbaramente a gran parte de los soldados de la civilización. Ahí rindieron su vida heroicamente el capitán José María Ponce, el teniente José Quintero, el alférez Castro y el abanderado Agustín Acosta.
El sangriento combate debe ser recordado como una de las humillantes victorias que los irregulares escuadrones aborígenes consiguieron llevándose por delante las veteranas fuerzas de línea comandadas por jefes que habían acreditado su valentía y denuedo en cien combates en las luchas del desierto y en las de las discordias civiles.
La bochornosa derrota que sufrieron ese día demuestra que no era un mito ni una leyenda emanada de miedo o la cobardía, la condición de guerrero peligroso y de inigualable ferocidad que se atribuía al belicoso ranquel.
El bote formidable de sus largas y agudas lanzas, el golpe mortal de su bola guacha, su vigor físico revelado en el entrevero cuerpo a cuerpo que él prefería en la pelea, sus cargas vertiginosas, y hasta sus estremecedores alaridos de guerra que se complementaban con sus traidoras y sorpresivas celadas, creaban una imagen de muerte y exterminio que hacía estallar los nervios de sus oponentes poniendo a prueba el temple de sus corazones.
El panorama real, la verdad escueta de lo que ocurría es que las falanges indígenas, invictas o derrotadas, con su asombrosa movilidad y pugnaz fibra bélica no dejaban más descanso a los pobladores y soldados cristianos que el que corría entre uno y otro malón llevados a cabo en los más dispares escenarios y a veces simultáneamente en dos o tres lugares distintos.
Inopinadamente aparecían en el horizonte, cometían una tremenda fechoría y regresaban a sus cubiles llevando ganado, cautivos y otros frutos de su rapiña y volvían a salir con distinto rumbo, buscando caer sobre las zonas indefensas y dejando señalado siempre su paso por un reguero de sangre, con los mutilados e inermes cuerpos de sus víctimas y con la negrura del incendio destructor. Su embate contra todo lo que era un signo de vida civilizada, concluía a veces con la destrucción y masacre de las fuerzas que se les oponían.
Vencedores o vencidos el saldo era siempre pavorosamente dramático: los pueblos destruidos, los hogares enlutados, la vigilia permanente y el terror oprimiendo los corazones.
Fuente: Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Pastor, Reynaldo A. – San Luis, su gloriosa y callada gesta (1810-1967) – Buenos Aires (1970).
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