Relatos ChuncanosVilla Dolores

Éramos como quien dice tiernamente amigos…

Por Sergio Coria

La primera vez que escuché a Víctor Heredia cantar «Tiernamente amigos» fue durante un viaje desde Buenos Aires, y en el segundo verso que dice «dos pequeños vagabundos al lomo del río» de inmediato me acudieron las imágenes, los sonidos, olores y dolores de la anécdota que sigue y que pretende ser un homenaje a la amistad de la infancia en la entrañable Calle Córdoba (actual Román Basail).

El Rubén Cruceño era un par de años mayor pero no tanto como para no ser amigos. El loco era el típico chico de sonrisa fácil y siempre dispuesto a los juegos. Me parece verlo llevar la bicicleta desde el asiento y corriendo a su par en contramano. No paraba ni por casualidad cuando estaba haciendo un mandado. «Voy a comprar vistosan para las gallinas y vuelvo» decía con su inolvidable sonrisa. De una incomparable generosidad. Él me llevó a lo del “Tochi” Saldaña a tomar mi primera clase de guitarra y como yo no tenía instrumento me prestaba la suya y practicábamos en su casa «Bellezas Serranas» o «El Picahueso» que formaban parte indiscutible de su repertorio.

El Rubén era uno más de esa barra de la Calle Córdoba, que empezaba en la esquina de la Siam y terminaba en el Río de los Sauces.
En las noches cálidas solíamos juntarnos en la esquina frente a la verdulería del “Tata” Morales, bajo el farol (había uno cada media cuadra) a conversar y planear aventuras y travesuras. Eran épocas en donde las familias tomaban fresco en la vereda y dotaban de una sensación de seguridad que permitía a los niños volver a casa cerca de las 12 de la noche. Allí estábamos el Rubén y su hermano menor «Lito», José Luis y «Canco» Apellaniz, el «Lurdin» Aldeco, el Miguel Martín que son los que la memoria me permite nombrar. Éramos los mismos que ni bien cerraba lo Merlo, invadimos la vereda con toldo metálico y la convertimos en el primer estadio techado de «cabecitas» del mundo. Éramos casi el mismo staff que protagonizábamos los campeonatos de bolitas, las carreras de autitos con masilla, los Grand Prix de carting a rulemanes o los concursos de trompos o barriletes pegados con engrudo y hasta llegamos a ensayar un extraño Polo en bicicleta con los escobillones y palos de piso que robábanos a nuestras madres.

Eran tiempo en donde todos los juegos tenían su temporada correspondiente.

Y quién también tenía su temporada era el Río que puntualmente en febrero nos regalaba un par de crecidas y el escenario perfecto para la gran aventura: cruzar nadando la correntada hasta El Sarmiento.

Con el Rubén emprendíamos la caminata remontando la calle Chile, caminando por la sombra para no quemarnos las patas descalzas. Y luego de tres cuadras llegábamos a la bajada de la calle Antonio Torres y descendimos barranca mientras contemplábamos la grandeza de ese río que durante todo el año era un manso arroyo que cobijaba, bajo los frondosos sauces, nuestros juegos estivales y que ahora se presentaba ancho… muy ancho, bravo y caudaloso.

En la orilla estaba «pandito» y a medida que nos adentrábamos, el agua subía y se sentía más fuerte. Cuando superaba las rodillas nos tirábamos y comenzábamos a bracear.

La tarde que recuerdo veníamos cruzando entre gruesas y temperamentales olas y advertimos que la corriente estaba más fuerte que otras veces y por tanto el caudal posiblemente era mayor. Y nos miramos y nos dijimos «guarda en la compuerta», una vieja toma de agua construida en cemento que tenía un tronco grueso a su lado que habitualmente sobresalía… pero esa tarde, no.

Sólo por la referencia de los árboles vimos que nos aproximábamos al lugar. El Rubén iba adelante a unos tres o cuatro metros y vi que había superando la turbulencia que se producía en «Las compuertas» casi al mismo tiempo que a mí me succionaba hacía la construcción y al tronco, que sentí violentamente sobre mí costado. Entre el dolor e incertidumbre la fuerza del agua me hizo rodar, literalmente, en medio de la correntada. Aprovechando la cadencia de las olas me esforzaba por ganar la superficie para respirar en intentar pedir auxilio a mí compañero. La voz se me ahogaba con el agua que tragaba. El cuello estirado para evitar la sumersión y las olas que a mi alrededor se tornaban gigantescas. De pronto entre ola y ola pude ver que el Rubén miraba atentamente y con preocupación mí situación. «Vamos que falta poco» me gritó y su confianza me acomodó nuevamente y continuamos braceando para llegar a la otra orilla. Estábamos en la mitad del trayecto.

Alcanzamos la costa del El Sarmiento un poco antes del puente grande. Llegamos extenuados y a carcajadas limpia. Yo además con el ardor de los raspones que me había provocado el encontronazo con el tronco.

Y entre medio de risas y relatos de lo recientemente vivido cruzamos el puente en patas buscando el regreso a casa.
Luego hubieron muchas otras aventuras.

Nos hicimos monaguillos para poder acceder al campanario de la Parroquia (hoy Basílica) y desde allí admirar la villa que no era tan grande como nos parecía desde abajo, ni Las Tapias era tan lejos, y en los atardeceres el sol se escondía más abajo que el techo de las casas. Era una maravilla poder ver el techo de todas las casas.

El tiempo pasó. Mi familia se mudó a otro barrio. Nos hicimos grandes. Él ingresó a la escuela de policía, cumpliendo su sueño.

Cada tanto nos cruzábamos en las “vuelta al perro” dominical de la plaza o en algún baile de Los Pointer´s en el Club Comercio.

Un día hubo en la cuidad de Córdoba un acto convocado por la CGT en General Paz y 27 de abril, en el que su titular fue abucheado por la multitud de trabajadores que habían asistido. Se produjeron corridas y una columna estaba ingresando por Deán Funes hacia la legislatura que estaba vallada. Yo estaba cubriendo ese acto para la Radio Vida y junto a otros periodistas corrimos encolumnados por 27 de abril hasta Obispo Trejo y poder presenciar lo que acontecería en la, por entonces, bicameral. El cordón policial tras los escudos había abierto una pequeña brecha en la vereda. Yo iba al último y cuando estaba llegando cerraron de golpe y me estampillé contra el escudo transparente. Entre la bronca y el desconcierto miré a través del acrílico y bajo el casco de la guardia de infantería estaba la sonrisa del Rubén que de inmediato me dejó pasar mientras intentábamos un abrazo.

Después lo vi muchas veces en esas circunstancias, sólo que yo ya iba como manifestante.

Por su tamaño el Rubén era convocado las ciudad de Córdoba en cada manifestación y destinado a los cordones de la Guardia de Infantería. Y en cada encuentro la mismas recíprocas recomendaciones «si se arma bardo no tirés para donde estoy yo» le decía, y el me respondía «portate bien o te sacudo con la itaca que tira pelotitas de frontón» y nos despedimos con sonoras carcajadas.

Tiempo después lo encontré en Villa Dolores, me contó que se había retirado y nos prometimos unos mates para «alguna de estas tardes»…

En diciembre pasado, dos día antes mí cumpleaños el Rubén dejó este mundo y una estela de dolor en su familia y en muchas amistades.

El Rubén

Este texto comenzó a parirse el mismo día que saque la foto del río crecido. Y pensaba compartirlo justo este día recordando a los amigos de la infancia feliz de la calle Córdoba.

En este tiempo raro de pandemia en donde todo se posterga, me surge la evidencia que no hay que postergar los afectos. Podremos estar distanciados físicamente pero no socialmente (nunca socialmente). No es verdad que cada uno puede por si sólo, es imposible. Siempre necesitas del otro que cuando estas en el medio de las turbulencias del río te aliente con un «vamos que que falta poco.» y entonces, cuando hay algún compañero o compañera al lado inexorablemente se puede.

Vamos que podemos llegar a la costas libres de virus pero sin dejar a nadie a merced de la correntada.

Feliz día de la amistad.